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viernes, 7 de diciembre de 2012

Cesár Vallejo, en la Biblioteca Enrique Fernández Ledesma.



Cesár Vallejo, en la Biblioteca Enrique Fernández Ledesma.










Con el título “Los Heraldos negros/ Trilce”, en la “Colección Clásicos para hoy”, editado por CONACULTA, en 1998, es uno de los libros de César Vallejo con los que cuenta la Biblioteca Enrique Fernández Ledesma, del Instituto Cultural de Aguascalientes, en este Centro de Información, se pueden consultar, solamente dos libros, el otro con el título: “César Vallejo Poesía”, una edición muy modesta, de la Editorial Juan Pablos, editado en el año de 1974.
El grueso de libros del poeta peruano, con los que cuentan en la Red de Bibliotecas Públicas de Aguascalientes, se encuentra en la biblioteca Bicentenario y en la Biblioteca Jaime Torres Bodet.
Del libro del que nos referimos en el inicio del este texto, les compartimos esta oda del poemario “Trilce”:


XVI
Tengo fe en ser fuerte.
Dame, aire manco, dame ir
galoneándome de ceros a la izquierda.
Y tú, sueño, dame tu diamante implacable,
tu tiempo de deshora.

Tengo fe en ser fuerte.
Por allí avanza cóncava mujer,
cantidad incolora, cuya
gracia se cierra donde me abro.

Al aire, fray pasado. Cangrejos, zote!
Avístase la verde bandera presidencial,
arriando las seis banderas restantes,
todas las colgaduras de la vuelta.

Tengo fe en qué soy,
y en que he sido menos.

Ea! Buen primero!



En el segundo libro, de la editorial Juan Pablos, contiene los poemarios: “Los Heraldos Negros”; “Trilce”; “España aparta de mí este cáliz”; y “Poemas humanos”, de éste último, “La violencia de las horas” es este que les compartimos, que algunos lo catalogan como un mini cuento:

 “Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes
y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: “Buenos
días, José! Buenos días María!”
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses,
que luego también murió, a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad,
en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.

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